Miguel me llamó el otro día para ver si nos íbamos de paseo con la moto. Como siempre, quedamos en el Bandama a las 9 de la mañana. “Uno de mis hermanos viene con su Harley”, me dijo.
Cuando llegué a Tafira Alta, Miguel acababa de hacerlo; lo encontré bajándose de la moto y quitándose el casco.
Aparqué, intercambio de saludos, cruzamos al bar y me presentó a sus tres hermanos y a media docena más de sus amigos que también se apuntaban a la excursión.
Después del cortado de rigor y una vez trazada la ruta, más o menos de aquella manera, decidimos arrancar, pero cuando me fijo, resulta que estoy rodeado por ocho o nueve Harley Davidson, todas impresionantes, al punto que somos Miguel con su Honda y yo con mi Kawasaki, los que damos “la nota” .
Arrancamos y nos vimos dentro de una marea de ruido característico, de manillares con flequillos, de chaquetas de cuero negro con águilas en la espalda y toda la imaginería "Harley Davidson" que uno pueda figurar. Desde cintos a camisetas. Desde cascos a relojes.
Estuve conduciendo en el último lugar del grupo durante un tiempo y tengo que reconocer que ver las Harleys desde atrás, ocupando entre todas el espacio de un camión o entrando pesadamente en las curvas, me pareció un espectáculo.
Subíamos hacia Santa Brígida con todas ellas delante, siempre a una velocidad de auténtico paseo, cuando de pronto entramos por una desviación. Al poco, en un camino vecinal que discurría por el interior de un barranco en el que no había estado jamás. La carretera se estrechó y las Harleys empezaron a sufrir las consecuencias de su enorme envergadura. No podíamos pasar de segunda. Había curvas tan cerradas que alguno pasó verdaderos apuros y es que, manejar una de estas motos y mantener el equilibrio, con lo que pesan, no es nada fácil cuando hay que hacer maniobra. De hecho, en más de una ocasión escuché el ruido de alguno de sus pisantes rozando la carretera al entrar en las curvas.
El paseo en general había sido muy bonito, pero tengo que reconocer que la filosofía Harley de ir constantemente tan despacio, no es la mía.
Al poco salimos a una carretera general. Seguía atrás, cuando Miguel se me acercó y me dijo, “cuando te haga una seña, vente detrás de mí”
No creo que pasaran tres minutos. Miguel me hizo la seña, aprovechó una recta, vi que las Harleys se apartaban, tiré de segunda hasta casi 8 mil revoluciones y me metí detrás de él. A partir de aquí fue otra vez una explosión de satisfacción. Curva, recta larga, curva otra vez. Ya no vimos más a ninguna máquina yanqui hasta que llegamos al cruce en el que habíamos quedado con ellos. Se convirtieron en un ruido lejano que cada vez se escuchaba menos. La moto, como siempre. Le faltan un par de puntos, pero no desmerece. De hecho uno de los "Harleys" me dijo, "¡niño, hay que ver cómo entra esa Kawa en las curvas!"
Yo sabía que las Harleys no eran motos muy potentes y sí muy pesadas. El hecho de ser motos de estricto paseo las hacía lentas, o eso pensaba yo, hasta que llegamos a la autovía y uno de los hermanos de Miguel salió disparado como un tiro. ¡Cómo caminaba aquella Harley Davidson! Fue la única que se mantuvo con nosotros dos hasta que llegamos a la capital. Se notaba que el gemelo de Miguel estaba tirando del acelerador con gusto, resarciéndose de las escasas ocasiones que las curvas del recorrido le habían ofrecido para darle "leña" a la moto.
Entramos por el Hospital Negrín y a partir de ahí, cada uno se fue para su casa. Como siempre, me lo pasé genial.
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